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El bautizo
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  Daniel Lind
"Santiago Apóstol"
 
 
ESPACIO TANGENTE

La armonía emerge de Loíza

Por Rubén Alejandro Moreira

Las luces... Daniel Lind Ramos ha ido raptando las luces, ha conquistado esa atmósfera de emociones gravitantes en ese aire costero denso de Loíza, y ha querido que el ser humano vuelva a ser allí, la simple pero rotunda medida de la creatividad. La reiteración de mujeres preñadas en su obra, es quizás señal de coincidencia entre el modelo y el creador. Esa complicidad necesaria, esa dualidad de la que nos hablaba Vallejo en sus poemas, se nos devela en la obra de Lind de formas diversas. El ser humano es una metáfora integrada a una concepción universal. Lind intuyó su sentido abstracto desde que comenzó a tejer su propio camino hace ya dos décadas, y lo intuyó para configurar el cuerpo y verlo, como si se viera por primera vez. Hay un descubrimiento del cuerpo que se multiplica y celebra el ritual de los magnetismos, de los acercamientos y separaciones como tributo a la voluntad.

En esta exposición en el Museo Casa Roig, se exponen obras selectas de Daniel Lind realizadas desde 1984 hasta el presente, en conmemoración de que se le galardonara Pintor Residente de la Universidad de Puerto Rico en Humacao, honor que se le confiere, después de haber ganado dos importantísimos premios de pintura en Francia.

He venido siguiendo la trayectoria de Lind desde que escribiera hace doce años el catálogo de una exposición suya antes de trasladarse a París, tras haber sido el primer artista becado por la Fundación Arana. Al volver sobre su obra, no puedo sino reiterar con creces la convicción de que estamos frente a la obra de un artista de un bagaje visual enorme. Son impactantes los modos en los que Lind resuelve los problemas plásticos que se impone. Su virtuosismo formal, cromático y textural, contrasta abiertamente con cierta tendencia generalizada en nuestros días de confeccionar la obra al vuelo, y con una placidez mediocrizante que llena buena parte del mercado de arte, y por qué no decirlo, de los museos.

Si bien la obra de arte durante siglo XX ha tendido a deslindarse de lo anecdótico, de lo meramente referencial, vivir en Loíza, y pintar y hacer arte desde esa marginalidad, no es eludible. Existe, por tanto, una saludable tensión, entre la libertad formal de los elementos plásticos y la encarnación metafórica de su ser y su entorno. Pero ese lugar, ese espacio que le otorga al artista y a nosotros nuestra seña de identidad, es decantado inicialmente como una experiencia visual pura. La sensualidad de la pincelada cargada de pigmento, la selección rigurosa de la cromatización para crear la psicología de una atmósfera dada, la porosidad textural que puede ir desde la aplicación levísima con el pincel hasta la adhesión de objetos a la obra, los brillos sudorosos del óleo brindándole taimada inestabilidad a la coloración por la dirección múltiple de las pinceladas, las ondulaciones de los cuerpos, a veces masivos y voluminosos, otras veces, planos, en fin, la policromía alucinada en todas las regiones del plano de superficie erotizada, definen la apropiación de Daniel Lind Ramos en su búsqueda de una nueva armonía caribeña.

En la compacta selección de obras expuesta en el Museo Casa Roig, llama la atención el cromatismo vertiginoso. Daniel Lind es un maestro del color. El contemplador puede percibir en una porción ínfima de una de sus pinturas, una cantidad enorme de colores. Estos han sido plasmados de una forma tan precisa y conceptualizada, o con una intuición quizás tan natural en el artista, que no obstaculizan la idea general de la obra, sino por el contrario, la fortalece y la inserta dentro de un contexto muy puertorriqueño de entender la luz. Por otra parte, no es sólo el artista tropical el heredero de una tradición remontable a Oller y Pizarro -salvando las distancias y las diferencias- , sino que integra en un dialogo fresco a otros grandes maestros de la iluminación pictórica como De La Tour, Caravaggio, Rembrandt, y claro, el preferido de Lind, Velázquez. Sin embargo, la pintura de Lind es actual. Lo que sucede es que no se suscribe a esa miopía ante el pasado vista por Jameson como característica sin equanon de la llamada postmodernidad. Obras suyas como "Dudas" (1984), " La elegida" (1985-86), "El día del huevo" (1989-90), "La boda" (1993), o " El elector" (1998) son prueba suficiente de un mundo figurativo tan válido y tan único como los de un Balthus, un Freud, un Bacon, o más cerca, Armando Morales, Paula Rego o Jacobo Borges.

Lind es un artista tenazmente figurativo. Conoce el cuerpo humano a cabalidad, sobre todo, el cuerpo femenino, que es para el artista loiceño una obsesión. Hay una necesidad imperativa de conjurar cierta carnalidad, y con esto, apunta el pintor a una materialidad plástica a la cual le hace reverencia. Aprovecho la siguiente anécdota para ilustrar lo urgente de esta necesidad. En un documental de danza moderna, recuerdo que una bailarina negra de Harlem afirmaba que había tenido que "desaprender" ballet para encontrar su expresividad más genuina, pues el ballet la obligaba a esconder senos, caderas y nalgas. Contrario a esto, ella encontraba que la danza con la cual se sentía identificada -y que luego practicó y desarrolló- ponía de manifiesto toda la carnalidad corporal como su medio de expresión mas auténtico. Muy a tono con la obra de Lind la afirmación de esta bailarina, pues en Puerto Rico, como en el resto del Caribe, el calor y la exuberancia corporal se imantan mutuamente. De ahí que los juegos de movimientos corporales de desnudos femeninos sea frecuente en la trayectoria del maestro loiceño, basten como ejemplos "Rituales de verano" (1986) y "Ménades tropicales" (s.f.-circa 1985). Cálidos e intensos amarillos y rojos tornan la experiencia visual en un escándalo festivo, vibración de cuerpos en celebración danzante.

Cabe acotar aquÌ un aspecto importante de las pinturas de las fechas señaladas. La difuminación, tanto en el fondo de las obras como en partes de los cuerpos, parece estar realizada con pistola de aerosol (airbrush), sin embargo, la ejecución de todos los casos es manual. Unos cuerpos, por la valoración de la iluminación, o por el enlace formal, podrían percibirse como negativos unos de otros, cuando tradicionalmente pensaríamos que todos los cuerpos formarían un positivo. Este efecto se logra tanto por la coloración como por una particular manera de delimitar los cuerpos contiguos.

La maternidad ha sido un tema constante en el arte, como señalamos antes, porque se tematiza la creación misma. Lind tiene varias imágenes impactantes de la maternidad. Las protagonistas son las mujeres, por supuesto. La mujer es modelo del artista, pero también se enfrenta al acto de dar a luz, con toda su significación de dolor y de gozo. Pero, además, la mujer sufre todos los cambios previos al alumbramiento; el proceso de cargar la creación dentro de sÌ misma, el padecimiento de que la creación se hace más grande cada día y la carga, cada vez más insostenible. Las figuras femeninas permiten al artista expresar una atmósfera psicológica con la postura corporal. Al utilizar mujeres preñadas como sujetos pictóricos, el artista hace que adopten significaciones diversas según su contexto plástico. En algunos casos, el dramatismo es evidente, como en "El día del huevo" y "La partera" (1990). En otros, el ritual no es menos críptico, pero digamos que la imagen es más "benévola" para el contemplador, como en "Viaje a la fertilidad" (1998-2000). Examinemos un poco estos cuadros.

"El día del huevo" es una obra de un formato mediano y más o menos cuadrado. Una figura central está de espaldas y alzando las manos en posición de imploración. Ella y las cinco mujeres alrededor, están desnudas. A la derecha de la obra, tres mujeres, la que está en un primer plano está encinta. Todas están a la expectativa del gesto hierático de la oficiante en el centro. Las nalgas de ésta se destacan levantadas sobre una silla circular donde debieron reposar, pero la intención del artista es privilegiar esta parte corporal, también expuesta y destacada en otra de las figuras de la izquierda. Alrededor de la silla hay una especie de escalinata cuya escala ambigua y obviamente simbólica le añade sacralidad a la atmósfera. Dicha escalinata estructurada piramidalmente no puede sino evocar civilizaciones como los aztecas, los incas o los egipcios, que tuvieron este tipo de estructura arquitectónica. Sin embargo, es tan sólo una escalera en forma piramidal, pura sugerencia. Lo ceremonioso es reforzado por esta geometría -escalera y círculo, abajo- con un punto iluminado en un color rosáceo intenso, poco más abajo de lo que sería el punto de fuga de la obra. El fondo en la parte superior de la pintura esboza unas montañas. Si pasamos por alto la misoginia nietzscheana, diríamos que estas mujeres de Lind siguen el sentido más hondo de la tierra. Sobre las manos de la oficiante, una línea de luz podría sugerir lo mismo una de las montañas del fondo, que un velo gravitando sobre el personaje. El punto rosáceo está envuelto por una zona oscura, casi triangular e invertida, y aunque dicho punto no emite luz fuera de sÌ, la espalda de la oficiante está iluminada como si un destello lunar cayera sobre ésta. Hay un eco aquí de un hermetismo filosófico, un misterio que comienza a abrirse a las iniciadas. Todo está sumido en una atmósfera de contrastes bajos. Los violetas y verdes oscuros, azules verdosos, turquesas oscuros, sirven de lecho a luces leves de rosáceos y vinos, salpicados de destellos amarillos y naranjas casi escondidos.

A principios de siglo, Suzanne Valadon ponía a sus modelos femeninas en posturas un tanto absurdas, con el fin de boicotear la mirada lujuriosa del hombre. Hoy, Lind provoca un desasosiego semejante, pero por otras razones. El espectador es puesto en tensión al arribar inicialmente a la imagen, donde la voluptuosidad de las nalgas en absoluta frontalidad contrasta con el dramatismo de la imploración. El desasosiego es semejante a cuando uno entra a un lugar en el cual se está llevando una experiencia catártica, pero el recién llegado está en un nivel emocional más sereno. Con la contemplación sucesiva de "El día del huevo", el contemplador va accediendo a la atmósfera de rapto emocional y místico del ritual, que termina apresándolo tanto racional, como de un modo sensible.

"La partera" es uno de los cuadros más complejos de la exhibición. El formato es el mismo del cuadro anterior: mediano y cuadrado. Lind reitera la posición dominante de una mujer, también en el centro, que se tapa la cara con la mano. El signo más positivo pero dramático de la obra antes analizada, cambia en ésta, a uno de plena adversidad. Evidentemente, el personaje -la partera- vislumbra un problema serio con la tarea que tiene que realizar a la mujer preñada que descansa horizontalmente frente a ésta y al pie de toda la obra. La mujer acostada da la impresión de estar muerta o en situación precaria. Una tercera mujer, también encinta, espera en un segundo plano y dándole la espalda a la escena del plano principal.

Es difícil constelar los elementos en juego. Resalta la diferencia total de coloración de las tres mujeres. La partera está plasmada en rosáceos, grises, verdes. La mujer acostada está pintada en matices de verde oliva, mientras que la otra mujer preñada tiene unos matices turquesas, oscuros e iluminados por partes. El color de esta última le brinda un cariz más saludable que la del primer plano, reforzado por la inmovilidad de la postura de esta última. Tenemos que recordar que la pigmentación no corresponde a lo real, sino a aspectos psicológicos suscitados por el artista en el contemplador. La coloración no responde a la de la piel, sino a la de frutos o floración de lo natural; hay un apuntar hacia cierto simbolismo de inmadurez en la mujer acostada, y en la otra mujer encinta, hacia una especie de florecimiento, hacia lo que naturalmente está en su punto. Dos caras del drama del alumbramiento. Uno, nefasto y fallido; el otro, augurando mejor resultado.

Pero es fundamental en "La partera", cómo se eslabonan los detalles que enmarañan simbolismos, asÌ como la elaboración plástica de esta pintura. Una cortina detrás de la partera separa el plano principal, del posterior. Hay una ventana en un lateral. Se ve una casa detrás del personaje. Bajo la mujer horizontal, vemos líneas paralelas que podrían acusar el estar acostada sobre el piso o sobre un catre. Líneas semejantes pero de otra coloración, parten detrás de la partera hacia la casa como si fuera de madera. Todo está concebido de una forma muy estilizada, pero sugiere un entorno de precariedad, de pobreza. Sin pretender realizar una obra de estricto contenido social, Lind, por un lado, rinde tributo a las mujeres que sin mucha instrucción al respecto, se dedicaron a ayudar a otras mientras parían, pero por otro lado, cuestiona la seguridad de un acto que no tiene el conocimiento medico necesario. No obstante, el artista no plasma una imagen tan legible en este sentido, sino que conjura todos estas características de un modo más abierto, cercano a lo ritual, y por tanto, requiere un análisis más elaborado que el que hacemos en este catálogo.

Esa inclinación chamánica por lo ritual devuelve todo el conocimiento pictórico al conjuro, a la magia oculta de las cosas. Hay un misterio primigenio en una experiencia atemporalizada por el artista. Las yuxtaposiciones oníricas en la obra de Lind no es mero surrealismo, sino un proyectarse hacia lo oracular. No se trata, pues, de mostrar el mundo, sino su lectura del mundo, una metáfora de la existencia que se añade al mundo. Esto se hace patente en "Tránsito" (1988-89), " La familia" (1989), "El regreso de las ménades" (1990), "Elixir de amor" (1994), "El bautizo" (1997-98). Todas estas pinturas rebasan los límites de la experiencia. La acumulación de color, de juegos de valor, fomentan una apropiación de la herencia pictórica universal, pero particularizada por un dialogo entre las figuras y un entorno loiceño geometrizado.

Cada apropiación responde a necesidades expresivas distintas. "Elixir de amor" tiene una factura más naturalista. Un hombre y una mujer con los rostros tapados por paños recuerdan a Magritte, pero recontextualizados en una especie de hechizo criollo, simbolismo de la relación sexual el servir agua de coco en un vaso. El cuadro, confeccionado en un sereno azul, hace que cobremos distancia, mientras el cortinaje le otorga dramatismo a la pieza. Las cortinas son un símbolo reiterado en las obras de Lind, y acusan una apertura a un mundo imaginario. Es frecuente el despliegue de manchas lumínicas gravitantes en zonas de una obra. Cumplen el efecto de dar un ambiente onírico, y hasta mágico-religioso.

Tanto "Tránsito" como "El regreso de las ménades" son procesiones en las que el movimiento de los cuerpos se logra, en gran medida, por la vibración de los colores, que van simbólicamente atados a la música, tema que rige ambas pinturas. En la primera, un hombre carga un tambor, y se destaca en el primer plano, mientras que en la segunda, la mujer que está a la derecha de la pintura, tiene un cuerno en su mano y en lo que sería su boca. Sin embargo, la simplificación de los instrumentos es absoluta, el tambor es casi un círculo escueto, y un cuerno es la configuración ideal de cualquier instrumento de viento, con esto nos retrotrae el pintor a tiempos inmemoriales, la casi desnudez de los cuerpos enfatiza este sentimiento. Hay una toma de posesión simbólica del ritmo inicial.

Sendos rojos, verdes, amarillos, en cada una de las figuras prominentes hace que el color dicte un sentido de secuencia a los músicos andantes de "Tránsito". Esos cortes de color de figura en figura son reforzados por el diseño ondulatorio de la posición de los brazos, luego la mirada recorre hacia las manos y después las cabezas, y finalmente el fondo de casas. Encontramos una fiscalización visual encaminada a concientizarrnos del espacio plástico, pues la figura en rojo es más plana que la mujer en la gama amarillento-verdusca que tiene de frente, y también que el hombre en verde que está detrás. La simplificación de los instrumentos, reiteramos, es sintomático de que Lind desea plasmar algo más profundo que el simple hecho de hacer música a la manera de una parranda navideña. Hay algo de lo desconocido en la plasmación de "Tránsito". El mismo título es una propuesta abierta hacia un fluir, un fluir metaforizado en la música, pero también en el modo de ejecución de la obra. Hay una ambigüedad intencionada en fundir las casas de fondo con la carga de dos de las figuras a la derecha. La figura verde y la posterior a ella, cargan una especie de caja. La confección de ésta es sugerente, porque parece una caja percutiva, pero también tiene aspecto de féretro, y todavÌa, podría pasar como parte de las casas del fondo, sino fuera porque parte de ésta invade la nuca del músico en rojo. Casa, y abstracción alrededor de las figuras, inestabilizan y enriquecen el constructo simbólico de esta pintura. Todos estos elementos confirman la adhesión hacia lo incierto, la peregrinación hacia un enigma en el cual hay una armonía rectora del universo.

Algo semejante ocurre en "El regreso de las ménades". Si bien la escala de las casas posteriores a las figuras es la esperada, en la esquina derecha de la obra, vemos un gallo sobre una estructura que podría ser un techo o algo como una escalera. El modo de plasmación es sugestivo, y la proyección en el espectador, desconcertante, pues se rompe la escala, y con esto, se agudizan y multiplican las posibilidades interpretativas. Si es un techo, las figuras que están encima son gigantescas, pone de manifiesto una escala diferente. De ser otro objeto, estilizado por el artista, la presencia de un objeto con escalones -o la sugerencia de éstos- hace nuevamente que el contemplador interprete la obra como una búsqueda purgativa o de limpieza espiritual. No en vano vemos una cruz cercana al gallo. Pero las alusiones religiosas son más bien herméticas, o veladas, con el fin de mantener la creación en un territorio de contemplación y reflexión amplia de la existencia.

"El bautizo" (1995-96) es otra composición harto compleja. La lectura es más fácil si partimos visualmente el cuadro transversalmente, desde la parte inferior izquierda hasta la superior derecha. Todas las figuras, menos una, estarían en el triangulo superior. Si leemos en la dirección ya establecida, una mujer hace gesto de reverencia; sobre ella, un hombre sostiene a un niño hacia el centro de la pintura; sobre el niño, otra oficiante de lo que es la ceremonia anticipada en el título de la obra, muestra una máscara de un hombre blanco, la máscara del caballero utilizada en las fiestas de Loíza; una figura a sus espaldas sostiene una espada, mientras, a la derecha de la obra, un vejigante sostiene también al niño y en la otra mano tiene una copa con la que bautizará - ¿o bautizó? - a la criatura. Sólo cabe destacar que detrás del hombre hay una figura semejante a la de un niño que clava estaquillas en su espalda, y sobre ésta, un unicornio reitera el aspecto mítico de la obra. En la porción inferior, queda, una figura que hace reverencia, y cuya mano recae sobre un cuerno enorme que emana de un gran recipiente que parece contener un líquido mágico.

No debemos ver como necesariamente negativo el que un niño clave estaquillas en la figura principalísima del hombre, pues hay religiones afro caribeñas que ven esta metáfora como un potenciarse energéticamente. Por tanto, el hombre potencia también a la criatura. De hecho, una línea roja circunvala todo el cuerpo del niño. Nuevamente, no sabemos si esta seña es previa al bautizo, o si es producto del mismo. ¿Se protege, acaso, de la máscara del hombre blanco y lo que Ésta ha representado a través de la historia? ¿O es la máscara la suma de imposturas que como ser humano tendrá que adoptar la criatura a través de su vida, y es el bautizo, el buen comienzo para poderlas asumir correctamente? Podríamos arriesgarnos aún más, la copa del vejigante es verde, el complementario de la línea protectora de la criatura. Pero entonces, qué papel juega la gama iluminada de toda la porción triangular inferior. Ciertamente, la yuxtaposición del unicornio con el vejigante apunta a una simbiosis, un sincretismo mítico muy del artista loiceño. La exégesis del cuadro no está dada. Quizás existe en éste hasta una doble simbología, opuestos en choque -herencia y rebelión- en pos de un resultado diferente, en busca de una armonía nueva.

A partir de 1997, aproximadamente, la obra de Daniel Lind Ramos dio un cambio no previsto. Lind había sido pintor de sol a sol, y de repente, surge la necesidad de expre-sarse con objetos encontrados. Desde la fecha señalada, existen ensamblajes realizados exclusivamente por selección de objetos y composición con éstos. Lamentablemente no tuvimos espacio para presentar ninguno de estos ensamblajes, pero sí, dos de ellos que integran sobresalientemente objetos y pintura simultáneamente. Verá el contemplador que hay varias pinturas -no ensamblajes- de transición entre la pasada cosecha y la más reciente. "Musas" (1998-99) y "Despertar" (1998-2000) forman parte de este periodo de cambio en el artista. La transmutación va encaminada por razones materiales dictadas por el nuevo medio de expresión que Lind cultivaba paralelamente a la pintura. Cuando trató de integrar objetos al tipo de factura anterior de una textura moderada, no se integraban los materiales utilizados. De ahí que Lind comenzó a pintar con una textura más substanciosa. La pintura de este periodo, activada con gránulos de arena, crea una textura general bastante áspera y rica, es un espacio integrado ahora con recortes de periódico y pequeños caracoles pegados, que dialoga con otros objetos como chapas, botellas de refresco pintadas, carapachos de tortuga, machetes y muchas otras cosas: el arte y la vida una vez más integrándose.

Los dos ensamblajes que cierran esta muestra son: "El elector" (1998) y " Viaje a la fertilidad" (1998-2000). Son lo que preferiría llamar pictoensamblajes, precisamente por la yuxtaposición de medios en cuestión, teniendo la pintura con un papel predominante todavÌa. La figura principal de "El elector" conjura el título de una obra de Frantz Fanon: "Piel negra, máscaras blancas". Cuestiona si la elección de nuestros líderes es verdaderamente democrática, pues la máscara parece una rotunda negación de lo que es el personaje. Chapas diminutas con rostros de personalidades puertorriqueñas le dan la vuelta a la parte superior de la pieza. Los objetos dan la impresión de santuario, y la imagen de la virgen indicando el camino a seguir, son boicoteados por el collage irónico de la palabra " memoria" un tanto borrosa, y otra frase donde se destaca el apellido "Young". Ambas instancias en papel de periódico pegado ponen en tela de juicio todo un acontecer histórico, una experiencia común que está en juego en el consabido plebiscito en el cual la identidad del país estaba en peligro.

La obra de Daniel Lind Ramos se abre hacia caminos que son divergentes, pero complementarios a los que ya se había trazado. Veinte años de su obra tienen un peso contundente dentro de nuestra plástica. Cerramos los ojos y parece que su mundo nos es imprescindible. Vemos desfilar en nuestra mente las mujeres encinta, los músicos con círculos y cuernos de luna, los vasos derramando agua de coco, la magia de los objetos que circulan como en bomba y plena, el rito de paso de nuestra existencia, el espejo de la memoria y los cuerpos, cómplices de la ceremonia, las casas, las casas a lo lejos, invitándonos a lo Ìntimo de su recinto. Hay un calor, y el calor, en la obra de Lind es la integración de su entorno, y la elevación del mismo en una simbología mayor que lo real. Ese calor es la armonía, la armonía es la celebración.



Daniel Lind Ramos, nació en Loíza, Puerto Rico, en 1953. Obtuvo su grado de bachiller en la Universidad de Puerto Rico en 1975 y su maestría en arte en la Universidad de Nueva York en 1980. Fue el primer artista en ser galardonado con la beca de la Fundación Arana, permitiéndole estar estudiando en París, Francia. Allí estuvo bajo la tutela de Antonio Seguí durante todo el año de 1989. Entre los muchos premios recibidos por el artista, destacan el Primer Premio en el Salón Internacional Val D'or de Hyeres, al sur de Francia (1990); y el Premio de Delegación del Salón Internacional de Plástica Latina, en Meillant, Francia (2000). Ha ganado primeros premios en certámenes importantes en Puerto Rico, como el Certamen de las Artes Mobil (1979) y el de la Gulf (1980). Ha tenido más de media docena de exposiciones individuales e incontables exhibiciones colectivas en Puerto Rico, Francia, República Dominicana y Estados Unidos. La exhibición "Viaje a la fertilidad" Conmemora su nombramiento como Artista Residente de la Universidad de Puerto Rico en Humacao, donde labora en el Departamento de Humanidades.


Dudas, 1983-84
50" x 55 "
Ó leo
Colección José Llompart

Tránsito, 1988-89
54" x 66 "
Ó leo
Colección Juan Brachi

La partera, 1990
48" x 47"
Ó leo

Elixir de amor
47" x 55"
Óleo
Colección Ivette Montilla

Musas, 1998-99
47" x 59"
Óleo
Colección Carlos Ubiña

Obra sin título I

La elegida, 1985-86

Día del huevo, 1989-90
42" x 51"
Óleo
Colección John Joseph Jr.

El regreso de las ménades, 1990

El bautizo,
68" x 89"
Óleo

Invocatorio, 1987
36" x 44"
Óleo
Colección Dr. Agustín Nassar

La familia, 1989
38" x 30"
Óleo
Colección Ivette Montilla

La boda, 1993
59" x 71"
Óleo
Colección Ivette Montilla

El elector, 1998
63" x 65"
Ensamblaje

Despertar, 1998-2000
39" x 58"
Ó leo

Diosas
Colección: Ángel Dávila