ESPACIO TANGENTE
La armonía emerge de Loíza
Por Rubén Alejandro Moreira
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Las luces... Daniel Lind Ramos ha ido raptando las luces, ha conquistado
esa atmósfera de emociones gravitantes en ese aire costero
denso de Loíza, y ha querido que el ser humano vuelva a
ser allí, la simple pero rotunda medida de la creatividad.
La reiteración de mujeres preñadas en su obra, es
quizás señal de coincidencia entre el modelo y el
creador. Esa complicidad necesaria, esa dualidad de la que nos
hablaba Vallejo en sus poemas, se nos devela en la obra de Lind
de formas diversas. El ser humano es una metáfora integrada
a una concepción universal. Lind intuyó su sentido
abstracto desde que comenzó a tejer su propio camino hace
ya dos décadas, y lo intuyó para configurar el cuerpo
y verlo, como si se viera por primera vez. Hay un descubrimiento
del cuerpo que se multiplica y celebra el ritual de los magnetismos,
de los acercamientos y separaciones como tributo a la voluntad.
En esta exposición en el Museo Casa Roig, se exponen obras
selectas de Daniel Lind realizadas desde 1984 hasta el presente,
en conmemoración de que se le galardonara Pintor Residente
de la Universidad de Puerto Rico en Humacao, honor que se le confiere,
después de haber ganado dos importantísimos premios
de pintura en Francia.
He venido siguiendo la trayectoria de Lind desde que escribiera hace
doce años el catálogo de una exposición suya
antes de trasladarse a París, tras haber sido el primer artista
becado por la Fundación Arana. Al volver sobre su obra, no
puedo sino reiterar con creces la convicción de que estamos
frente a la obra de un artista de un bagaje visual enorme. Son impactantes
los modos en los que Lind resuelve los problemas plásticos
que se impone. Su virtuosismo formal, cromático y textural,
contrasta abiertamente con cierta tendencia generalizada en nuestros
días de confeccionar la obra al vuelo, y con una placidez
mediocrizante que llena buena parte del mercado de arte, y por qué no
decirlo, de los museos.
Si bien la obra de arte durante siglo XX ha tendido a deslindarse
de lo anecdótico, de lo meramente referencial, vivir en Loíza,
y pintar y hacer arte desde esa marginalidad, no es eludible. Existe,
por tanto, una saludable tensión, entre la libertad formal
de los elementos plásticos y la encarnación metafórica
de su ser y su entorno. Pero ese lugar, ese espacio que le otorga
al artista y a nosotros nuestra seña de identidad, es decantado
inicialmente como una experiencia visual pura. La sensualidad de
la pincelada cargada de pigmento, la selección rigurosa de
la cromatización para crear la psicología de una atmósfera
dada, la porosidad textural que puede ir desde la aplicación
levísima con el pincel hasta la adhesión de objetos
a la obra, los brillos sudorosos del óleo brindándole
taimada inestabilidad a la coloración por la dirección
múltiple de las pinceladas, las ondulaciones de los cuerpos,
a veces masivos y voluminosos, otras veces, planos, en fin, la policromía
alucinada en todas las regiones del plano de superficie erotizada,
definen la apropiación de Daniel Lind Ramos en su búsqueda
de una nueva armonía caribeña.
En la compacta selección de obras expuesta en el Museo Casa
Roig, llama la atención el cromatismo vertiginoso. Daniel
Lind es un maestro del color. El contemplador puede percibir en una
porción ínfima de una de sus pinturas, una cantidad
enorme de colores. Estos han sido plasmados de una forma tan precisa
y conceptualizada, o con una intuición quizás tan natural
en el artista, que no obstaculizan la idea general de la obra, sino
por el contrario, la fortalece y la inserta dentro de un contexto
muy puertorriqueño de entender la luz. Por otra parte, no
es sólo el artista tropical el heredero de una tradición
remontable a Oller y Pizarro -salvando las distancias y las diferencias-
, sino que integra en un dialogo fresco a otros grandes maestros
de la iluminación pictórica como De La Tour, Caravaggio,
Rembrandt, y claro, el preferido de Lind, Velázquez. Sin embargo,
la pintura de Lind es actual. Lo que sucede es que no se suscribe
a esa miopía ante el pasado vista por Jameson como característica
sin equanon de la llamada postmodernidad. Obras suyas como "Dudas" (1984), " La
elegida" (1985-86), "El día del huevo" (1989-90), "La
boda" (1993), o " El elector" (1998) son prueba
suficiente de un mundo figurativo tan válido y tan único
como los de un Balthus, un Freud, un Bacon, o más cerca, Armando
Morales, Paula Rego o Jacobo Borges.
Lind es un artista tenazmente figurativo. Conoce el cuerpo humano
a cabalidad, sobre todo, el cuerpo femenino, que es para el artista
loiceño una obsesión. Hay una necesidad imperativa
de conjurar cierta carnalidad, y con esto, apunta el pintor a una
materialidad plástica a la cual le hace reverencia. Aprovecho
la siguiente anécdota para ilustrar lo urgente de esta necesidad.
En un documental de danza moderna, recuerdo que una bailarina negra
de Harlem afirmaba que había tenido que "desaprender" ballet
para encontrar su expresividad más genuina, pues el ballet
la obligaba a esconder senos, caderas y nalgas. Contrario a esto,
ella encontraba que la danza con la cual se sentía identificada
-y que luego practicó y desarrolló- ponía de
manifiesto toda la carnalidad corporal como su medio de expresión
mas auténtico. Muy a tono con la obra de Lind la afirmación
de esta bailarina, pues en Puerto Rico, como en el resto del Caribe,
el calor y la exuberancia corporal se imantan mutuamente. De ahí que
los juegos de movimientos corporales de desnudos femeninos sea frecuente
en la trayectoria del maestro loiceño, basten como ejemplos "Rituales
de verano" (1986) y "Ménades tropicales" (s.f.-circa
1985). Cálidos e intensos amarillos y rojos tornan la experiencia
visual en un escándalo festivo, vibración de cuerpos
en celebración danzante.
Cabe acotar aquÌ un aspecto importante de las pinturas de
las fechas señaladas. La difuminación, tanto en el
fondo de las obras como en partes de los cuerpos, parece estar realizada
con pistola de aerosol (airbrush), sin embargo, la ejecución
de todos los casos es manual. Unos cuerpos, por la valoración
de la iluminación, o por el enlace formal, podrían
percibirse como negativos unos de otros, cuando tradicionalmente
pensaríamos que todos los cuerpos formarían un positivo.
Este efecto se logra tanto por la coloración como por una
particular manera de delimitar los cuerpos contiguos.
La maternidad ha sido un tema constante en el arte, como señalamos
antes, porque se tematiza la creación misma. Lind tiene varias
imágenes impactantes de la maternidad. Las protagonistas son
las mujeres, por supuesto. La mujer es modelo del artista, pero también
se enfrenta al acto de dar a luz, con toda su significación
de dolor y de gozo. Pero, además, la mujer sufre todos los
cambios previos al alumbramiento; el proceso de cargar la creación
dentro de sÌ misma, el padecimiento de que la creación
se hace más grande cada día y la carga, cada vez más
insostenible. Las figuras femeninas permiten al artista expresar
una atmósfera psicológica con la postura corporal.
Al utilizar mujeres preñadas como sujetos pictóricos,
el artista hace que adopten significaciones diversas según
su contexto plástico. En algunos casos, el dramatismo es evidente,
como en "El día del huevo" y "La
partera" (1990). En otros, el ritual no es menos críptico,
pero digamos que la imagen es más "benévola" para
el contemplador, como en "Viaje a la fertilidad" (1998-2000).
Examinemos un poco estos cuadros.
"El día del huevo" es una obra de un formato mediano y más
o menos cuadrado. Una figura central está de espaldas y alzando las manos
en posición de imploración. Ella y las cinco mujeres alrededor,
están desnudas. A la derecha de la obra, tres mujeres, la que está en
un primer plano está encinta. Todas están a la expectativa del
gesto hierático de la oficiante en el centro. Las nalgas de ésta
se destacan levantadas sobre una silla circular donde debieron reposar, pero
la intención del artista es privilegiar esta parte corporal, también
expuesta y destacada en otra de las figuras de la izquierda. Alrededor de la
silla hay una especie de escalinata cuya escala ambigua y obviamente simbólica
le añade sacralidad a la atmósfera. Dicha escalinata estructurada
piramidalmente no puede sino evocar civilizaciones como los aztecas, los incas
o los egipcios, que tuvieron este tipo de estructura arquitectónica. Sin
embargo, es tan sólo una escalera en forma piramidal, pura sugerencia.
Lo ceremonioso es reforzado por esta geometría -escalera y círculo,
abajo- con un punto iluminado en un color rosáceo intenso, poco más
abajo de lo que sería el punto de fuga de la obra. El fondo en la parte
superior de la pintura esboza unas montañas. Si pasamos por alto la misoginia
nietzscheana, diríamos que estas mujeres de Lind siguen el sentido más
hondo de la tierra. Sobre las manos de la oficiante, una línea de luz
podría sugerir lo mismo una de las montañas del fondo, que un velo
gravitando sobre el personaje. El punto rosáceo está envuelto por
una zona oscura, casi triangular e invertida, y aunque dicho punto no emite luz
fuera de sÌ, la espalda de la oficiante está iluminada como si
un destello lunar cayera sobre ésta. Hay un eco aquí de un hermetismo
filosófico, un misterio que comienza a abrirse a las iniciadas. Todo está sumido
en una atmósfera de contrastes bajos. Los violetas y verdes oscuros, azules
verdosos, turquesas oscuros, sirven de lecho a luces leves de rosáceos
y vinos, salpicados de destellos amarillos y naranjas casi escondidos.
A principios de siglo, Suzanne Valadon ponía a sus modelos
femeninas en posturas un tanto absurdas, con el fin de boicotear
la mirada lujuriosa del hombre. Hoy, Lind provoca un desasosiego
semejante, pero por otras razones. El espectador es puesto en tensión
al arribar inicialmente a la imagen, donde la voluptuosidad de las
nalgas en absoluta frontalidad contrasta con el dramatismo de la
imploración. El desasosiego es semejante a cuando uno entra
a un lugar en el cual se está llevando una experiencia catártica,
pero el recién llegado está en un nivel emocional más
sereno. Con la contemplación sucesiva de "El día
del huevo", el contemplador va accediendo a la atmósfera
de rapto emocional y místico del ritual, que termina apresándolo
tanto racional, como de un modo sensible.
"La
partera" es uno de los cuadros más complejos de la exhibición.
El formato es el mismo del cuadro anterior: mediano y cuadrado. Lind reitera
la posición dominante de una mujer, también en el centro, que se
tapa la cara con la mano. El signo más positivo pero dramático
de la obra antes analizada, cambia en ésta, a uno de plena adversidad.
Evidentemente, el personaje -la partera- vislumbra un problema serio con la tarea
que tiene que realizar a la mujer preñada que descansa horizontalmente
frente a ésta y al pie de toda la obra. La mujer acostada da la impresión
de estar muerta o en situación precaria. Una tercera mujer, también
encinta, espera en un segundo plano y dándole la espalda a la escena del
plano principal.
Es difícil constelar los elementos en juego. Resalta la diferencia
total de coloración de las tres mujeres. La
partera está plasmada en rosáceos, grises, verdes.
La mujer acostada está pintada en matices de verde oliva,
mientras que la otra mujer preñada tiene unos matices turquesas,
oscuros e iluminados por partes. El color de esta última le
brinda un cariz más saludable que la del primer plano, reforzado
por la inmovilidad de la postura de esta última. Tenemos que
recordar que la pigmentación no corresponde a lo real, sino
a aspectos psicológicos suscitados por el artista en el contemplador.
La coloración no responde a la de la piel, sino a la de frutos
o floración de lo natural; hay un apuntar hacia cierto simbolismo
de inmadurez en la mujer acostada, y en la otra mujer encinta, hacia
una especie de florecimiento, hacia lo que naturalmente está en
su punto. Dos caras del drama del alumbramiento. Uno, nefasto y fallido;
el otro, augurando mejor resultado.
Pero es fundamental en "La
partera", cómo se eslabonan los detalles que enmarañan
simbolismos, asÌ como la elaboración plástica
de esta pintura. Una cortina detrás de la partera separa el
plano principal, del posterior. Hay una ventana en un lateral. Se
ve una casa detrás del personaje. Bajo la mujer horizontal,
vemos líneas paralelas que podrían acusar el estar
acostada sobre el piso o sobre un catre. Líneas semejantes
pero de otra coloración, parten detrás de la partera
hacia la casa como si fuera de madera. Todo está concebido
de una forma muy estilizada, pero sugiere un entorno de precariedad,
de pobreza. Sin pretender realizar una obra de estricto contenido
social, Lind, por un lado, rinde tributo a las mujeres que sin mucha
instrucción al respecto, se dedicaron a ayudar a otras mientras
parían, pero por otro lado, cuestiona la seguridad de un acto
que no tiene el conocimiento medico necesario. No obstante, el artista
no plasma una imagen tan legible en este sentido, sino que conjura
todos estas características de un modo más abierto,
cercano a lo ritual, y por tanto, requiere un análisis más
elaborado que el que hacemos en este catálogo.
Esa inclinación chamánica por lo ritual devuelve todo
el conocimiento pictórico al conjuro, a la magia oculta de
las cosas. Hay un misterio primigenio en una experiencia atemporalizada
por el artista. Las yuxtaposiciones oníricas en la obra de
Lind no es mero surrealismo, sino un proyectarse hacia lo oracular.
No se trata, pues, de mostrar el mundo, sino su lectura del mundo,
una metáfora de la existencia que se añade al mundo.
Esto se hace patente en "Tránsito" (1988-89), " La
familia" (1989), "El
regreso de las ménades" (1990), "Elixir
de amor" (1994), "El
bautizo" (1997-98). Todas estas pinturas rebasan los límites
de la experiencia. La acumulación de color, de juegos de valor,
fomentan una apropiación de la herencia pictórica universal,
pero particularizada por un dialogo entre las figuras y un entorno
loiceño geometrizado.
Cada apropiación responde a necesidades expresivas distintas. "Elixir
de amor" tiene una factura más naturalista. Un hombre
y una mujer con los rostros tapados por paños recuerdan a
Magritte, pero recontextualizados en una especie de hechizo criollo,
simbolismo de la relación sexual el servir agua de coco en
un vaso. El cuadro, confeccionado en un sereno azul, hace que cobremos
distancia, mientras el cortinaje le otorga dramatismo a la pieza.
Las cortinas son un símbolo reiterado en las obras de Lind,
y acusan una apertura a un mundo imaginario. Es frecuente el despliegue
de manchas lumínicas gravitantes en zonas de una obra. Cumplen
el efecto de dar un ambiente onírico, y hasta mágico-religioso.
Tanto "Tránsito" como "El
regreso de las ménades" son procesiones en las que
el movimiento de los cuerpos se logra, en gran medida, por la vibración
de los colores, que van simbólicamente atados a la música,
tema que rige ambas pinturas. En la primera, un hombre carga un tambor,
y se destaca en el primer plano, mientras que en la segunda, la mujer
que está a la derecha de la pintura, tiene un cuerno en su
mano y en lo que sería su boca. Sin embargo, la simplificación
de los instrumentos es absoluta, el tambor es casi un círculo
escueto, y un cuerno es la configuración ideal de cualquier
instrumento de viento, con esto nos retrotrae el pintor a tiempos
inmemoriales, la casi desnudez de los cuerpos enfatiza este sentimiento.
Hay una toma de posesión simbólica del ritmo inicial.
Sendos rojos, verdes, amarillos, en cada una de las figuras prominentes
hace que el color dicte un sentido de secuencia a los músicos
andantes de "Tránsito".
Esos cortes de color de figura en figura son reforzados por el diseño
ondulatorio de la posición de los brazos, luego la mirada
recorre hacia las manos y después las cabezas, y finalmente
el fondo de casas. Encontramos una fiscalización visual encaminada
a concientizarrnos del espacio plástico, pues la figura en
rojo es más plana que la mujer en la gama amarillento-verdusca
que tiene de frente, y también que el hombre en verde que
está detrás. La simplificación de los instrumentos,
reiteramos, es sintomático de que Lind desea plasmar algo
más profundo que el simple hecho de hacer música a
la manera de una parranda navideña. Hay algo de lo desconocido
en la plasmación de "Tránsito".
El mismo título es una propuesta abierta hacia un fluir, un
fluir metaforizado en la música, pero también en el
modo de ejecución de la obra. Hay una ambigüedad intencionada
en fundir las casas de fondo con la carga de dos de las figuras a
la derecha. La figura verde y la posterior a ella, cargan una especie
de caja. La confección de ésta es sugerente, porque
parece una caja percutiva, pero también tiene aspecto de féretro,
y todavÌa, podría pasar como parte de las casas del
fondo, sino fuera porque parte de ésta invade la nuca del
músico en rojo. Casa, y abstracción alrededor de las
figuras, inestabilizan y enriquecen el constructo simbólico
de esta pintura. Todos estos elementos confirman la adhesión
hacia lo incierto, la peregrinación hacia un enigma en el
cual hay una armonía rectora del universo.
Algo semejante ocurre en "El
regreso de las ménades". Si bien la escala de las
casas posteriores a las figuras es la esperada, en la esquina derecha
de la obra, vemos un gallo sobre una estructura que podría
ser un techo o algo como una escalera. El modo de plasmación
es sugestivo, y la proyección en el espectador, desconcertante,
pues se rompe la escala, y con esto, se agudizan y multiplican las
posibilidades interpretativas. Si es un techo, las figuras que están
encima son gigantescas, pone de manifiesto una escala diferente.
De ser otro objeto, estilizado por el artista, la presencia de un
objeto con escalones -o la sugerencia de éstos- hace nuevamente
que el contemplador interprete la obra como una búsqueda purgativa
o de limpieza espiritual. No en vano vemos una cruz cercana al gallo.
Pero las alusiones religiosas son más bien herméticas,
o veladas, con el fin de mantener la creación en un territorio
de contemplación y reflexión amplia de la existencia.
"El
bautizo" (1995-96) es otra composición harto compleja. La lectura
es más fácil si partimos visualmente el cuadro transversalmente,
desde la parte inferior izquierda hasta la superior derecha. Todas las figuras,
menos una, estarían en el triangulo superior. Si leemos en la dirección
ya establecida, una mujer hace gesto de reverencia; sobre ella, un hombre sostiene
a un niño hacia el centro de la pintura; sobre el niño, otra oficiante
de lo que es la ceremonia anticipada en el título de la obra, muestra
una máscara de un hombre blanco, la máscara del caballero utilizada
en las fiestas de Loíza; una figura a sus espaldas sostiene una espada,
mientras, a la derecha de la obra, un vejigante sostiene también al niño
y en la otra mano tiene una copa con la que bautizará - ¿o bautizó?
- a la criatura. Sólo cabe destacar que detrás del hombre hay una
figura semejante a la de un niño que clava estaquillas en su espalda,
y sobre ésta, un unicornio reitera el aspecto mítico de la obra.
En la porción inferior, queda, una figura que hace reverencia, y cuya
mano recae sobre un cuerno enorme que emana de un gran recipiente que parece
contener un líquido mágico.
No debemos ver como necesariamente negativo el que un niño
clave estaquillas en la figura principalísima del hombre,
pues hay religiones afro caribeñas que ven esta metáfora
como un potenciarse energéticamente. Por tanto, el hombre
potencia también a la criatura. De hecho, una línea
roja circunvala todo el cuerpo del niño. Nuevamente, no sabemos
si esta seña es previa al bautizo, o si es producto del mismo. ¿Se
protege, acaso, de la máscara del hombre blanco y lo que Ésta
ha representado a través de la historia? ¿O es la máscara
la suma de imposturas que como ser humano tendrá que adoptar
la criatura a través de su vida, y es el bautizo, el buen
comienzo para poderlas asumir correctamente? Podríamos arriesgarnos
aún más, la copa del vejigante es verde, el complementario
de la línea protectora de la criatura. Pero entonces, qué papel
juega la gama iluminada de toda la porción triangular inferior.
Ciertamente, la yuxtaposición del unicornio con el vejigante
apunta a una simbiosis, un sincretismo mítico muy del artista
loiceño. La exégesis del cuadro no está dada.
Quizás existe en éste hasta una doble simbología,
opuestos en choque -herencia y rebelión- en pos de un resultado
diferente, en busca de una armonía nueva.
A partir de 1997, aproximadamente, la obra de Daniel Lind Ramos dio
un cambio no previsto. Lind había sido pintor de sol a sol,
y de repente, surge la necesidad de expre-sarse con objetos encontrados.
Desde la fecha señalada, existen ensamblajes realizados exclusivamente
por selección de objetos y composición con éstos.
Lamentablemente no tuvimos espacio para presentar ninguno de estos
ensamblajes, pero sí, dos de ellos que integran sobresalientemente
objetos y pintura simultáneamente. Verá el contemplador
que hay varias pinturas -no ensamblajes- de transición entre
la pasada cosecha y la más reciente. "Musas" (1998-99)
y "Despertar" (1998-2000)
forman parte de este periodo de cambio en el artista. La transmutación
va encaminada por razones materiales dictadas por el nuevo medio
de expresión que Lind cultivaba paralelamente a la pintura.
Cuando trató de integrar objetos al tipo de factura anterior
de una textura moderada, no se integraban los materiales utilizados.
De ahí que Lind comenzó a pintar con una textura más
substanciosa. La pintura de este periodo, activada con gránulos
de arena, crea una textura general bastante áspera y rica,
es un espacio integrado ahora con recortes de periódico y
pequeños caracoles pegados, que dialoga con otros objetos
como chapas, botellas de refresco pintadas, carapachos de tortuga,
machetes y muchas otras cosas: el arte y la vida una vez más
integrándose.
Los dos ensamblajes que cierran esta muestra son: "El elector" (1998)
y " Viaje a la fertilidad" (1998-2000). Son lo que preferiría
llamar pictoensamblajes, precisamente por la yuxtaposición
de medios en cuestión, teniendo la pintura con un papel predominante
todavÌa. La figura principal de "El elector" conjura
el título de una obra de Frantz Fanon: "Piel negra, máscaras
blancas". Cuestiona si la elección de nuestros líderes
es verdaderamente democrática, pues la máscara parece
una rotunda negación de lo que es el personaje. Chapas diminutas
con rostros de personalidades puertorriqueñas le dan la vuelta
a la parte superior de la pieza. Los objetos dan la impresión
de santuario, y la imagen de la virgen indicando el camino a seguir,
son boicoteados por el collage irónico de la palabra " memoria" un
tanto borrosa, y otra frase donde se destaca el apellido "Young".
Ambas instancias en papel de periódico pegado ponen en tela
de juicio todo un acontecer histórico, una experiencia común
que está en juego en el consabido plebiscito en el cual la
identidad del país estaba en peligro.
La obra de Daniel Lind Ramos se abre hacia caminos que son divergentes,
pero complementarios a los que ya se había trazado. Veinte
años de su obra tienen un peso contundente dentro de nuestra
plástica. Cerramos los ojos y parece que su mundo nos es imprescindible.
Vemos desfilar en nuestra mente las mujeres encinta, los músicos
con círculos y cuernos de luna, los vasos derramando agua
de coco, la magia de los objetos que circulan como en bomba y plena,
el rito de paso de nuestra existencia, el espejo de la memoria y
los cuerpos, cómplices de la ceremonia, las casas, las casas
a lo lejos, invitándonos a lo Ìntimo de su recinto.
Hay un calor, y el calor, en la obra de Lind es la integración
de su entorno, y la elevación del mismo en una simbología
mayor que lo real. Ese calor es la armonía, la armonía
es la celebración.
Daniel Lind Ramos, nació en Loíza, Puerto Rico, en
1953. Obtuvo su grado de bachiller en la Universidad de Puerto Rico
en 1975 y su maestría en arte en la Universidad de Nueva York
en 1980. Fue el primer artista en ser galardonado con la beca de
la Fundación Arana, permitiéndole estar estudiando
en París, Francia. Allí estuvo bajo la tutela de Antonio
Seguí durante todo el año de 1989. Entre los muchos
premios recibidos por el artista, destacan el Primer Premio en el
Salón Internacional Val D'or de Hyeres, al sur de Francia
(1990); y el Premio de Delegación del Salón Internacional
de Plástica Latina, en Meillant, Francia (2000). Ha ganado
primeros premios en certámenes importantes en Puerto Rico,
como el Certamen de las Artes Mobil (1979) y el de la Gulf (1980).
Ha tenido más de media docena de exposiciones individuales
e incontables exhibiciones colectivas en Puerto Rico, Francia, República
Dominicana y Estados Unidos. La exhibición "Viaje a la
fertilidad" Conmemora su nombramiento como Artista Residente
de la Universidad de Puerto Rico en Humacao, donde labora en el Departamento
de Humanidades.
Dudas, 1983-84
50" x 55 "
Ó leo
Colección José Llompart
Tránsito,
1988-89
54" x 66 "
Ó leo
Colección Juan Brachi
La
partera, 1990
48" x 47"
Ó leo
Elixir
de amor
47" x 55"
Óleo
Colección Ivette Montilla
Musas, 1998-99
47" x 59"
Óleo
Colección Carlos Ubiña
Obra sin título I
La
elegida, 1985-86
Día del huevo, 1989-90
42" x 51"
Óleo
Colección John Joseph Jr.
El
regreso de las ménades, 1990
El
bautizo,
68" x 89"
Óleo
Invocatorio, 1987
36" x 44"
Óleo
Colección Dr. Agustín Nassar
La
familia, 1989
38" x 30"
Óleo
Colección Ivette Montilla
La
boda, 1993
59" x 71"
Óleo
Colección Ivette Montilla
El elector, 1998
63" x 65"
Ensamblaje
Despertar,
1998-2000
39" x 58"
Ó leo
Diosas Colección: Ángel Dávila
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